lunes, 17 de octubre de 2016

De lo cotidiano


Tengo una tristeza llevadera, soportable, cotidiana; casi amigable. Casi.

Se hace notar al llegar a casa. Aparece cuando me tiendo en el sillón y me pongo a leer. Si la lectura es buena, desaparece. Por eso siempre me aseguro de estar rodeada de buenos libros.


Casi nunca me deja dormir: es por eso que debo comenzar la ceremonia de Morfeo temprano. Mis amigos se asombran del por qué me voy siempre tan temprano en la semana cuando nos juntamos a tomar un té: No es fácil que llegue el sueño. No es fácil que ella se vaya. Por eso me aseguro de tener té de jazmín, nocticol, flores de todo tipo, clonazepam, por si se queda hasta la madrugada.

Es una pusilánime: altera mi paz, agita mi imaginación, me incita a pensar y recordar cosas que no quiero. Me hace escuchar voces, recordar sonrisas, desviar la mirada, ensimismarme: mandar todo al carajo y luego recoger los pedazos que están en el suelo. Me humilla, me menoscaba, me observa sigilosamente, esperando el momento para atacar. A veces se une con la rabia y toma forma de mujer.
Es incomunicable, innombrable, tácita, fantasmal, falsa; pues me engaña con su sonrisa hipócrita, con su mirada vengativa, con sus disfraces que la hacen invisible. Lo único que puede provocar su muerte es lo que actualmente fomenta mi alegría. El veneno es también el antídoto ¿Cómo puede esto ser posible, Aristóteles?


Lo trivial y desenraizado me produce levedad, me hace ser como me recuerdo. El raciocinio, la soledad y la reflexión me produce un peso existencial. He meditado, alineado los chakras, orado. He pintado latas recicladas, he frecuentado cursos de artesanía; he ido a la biblioteca y todo es temporalmente paliativo.

No hay comentarios: